viernes, 24 de diciembre de 2010

CONFITERÍA JORVA

Confitería Jorva .- Un lugar llamado milagro 

  
"¿Que quieres niño?" "¿Tiene usted dulce de calabaza?"
"Recién salidos, da gloria verlos como la escarcha".
A freír ya los pestiños.

                                                                               Carlos Cano: Alacena de las monjas

       Hubo una estrecha relación que unió generaciones entre muchos onubenses y una vieja y gloriosa confitería, situada en el mismísimo centro de Huelva, cuyo nombre es ya leyenda en la ciudad. Ha pasado tiempo desde que cerró sus puertas, casi de manera clandestina, pero constato cuando hablo de ella, cuando la nombro en una reunión, en un momento de cariñosa nostalgia, siempre escucho una frase similar: ¡Que dulces los de Jorva!, el otro día probé unas milhojas en una pastelería que han abierto nueva que me recordaba a esa delicia, pero no es lo mismo.

            A principio del siglo pasado los Jorva, procedentes de Cataluña se establecieron en Huelva, fundándose nuestra querida confitería allá por el año 1905, así durante casi cien años. Los pasteles de Jorva iban a acompañar las vivencias de muchos de nuestros abuelos y nuestros padres. En sus primeros años competía en su sabiduría pastelera y arte confitero con otros locales, de especial recuerdo, como eran la pastelería del Buen Gusto y La Campana. Dicen que el secreto culinario de los pasteles de Jorva, provenían de la suegra de su fundador que poseía la esencia de unas recetas tan secretas como ambicionadas. Hemos de decir que ya que desde sus primeros años la deliciosa pasta, hojaldres y crema arrebataron a la sociedad onubense de la época.

            Durante el siglo pasado la confitería por excelencia de nuestra ciudad pasó muchas vicisitudes, su crecimiento lleno de dificultades, los años de racionamiento que  redujeron drásticamente la cantidad de azúcar para la elaboración de sus pasteles, las pequeñas vicisitudes de un comercio familiar frente a la realidad de unos nuevos conceptos industriales. Poco a poco, año a año Jorva y sus dulces, fueron ganando prestigio sus victorias, los romanos, los chamacos (en honor del torero Antonio Borrero que había trabajado como repartidor en dicho establecimiento), sus portentosas milhojas, las lenguas de obispo, los colombinos, en Navidades sus turrones y Roscos de Reyes y en Pascua sus pestiños o  torrijas, fueron convirtiéndose en una divisa de identidad en la sociedad onubense.

             Mi relación con Jorva es muy peculiar ya que mi familia fue una fanática, casi radical de la confitería. Ya desde pequeño eran frecuentes mis visitas y como la vieja empleada había atendido a casi toda mi familia le hacía gracia que yo apareciera por allí como un renacuajo, me trataba con especial cariño. Entonces me obsequiaba siempre con algún regalo (moneda de chocolate, caramelos, un pirulí…) lo cual hacía más productiva la visita. Entre la amabilidad de esa señora, de la que desafortunadamente no recuerdo el nombre y el encanto en sí de los jugosos y deliciosos pasteles puede decir que Jorva me enganchó desde bien joven. 

            Cuando con 18 años llegue a Sevilla a estudiar, una de mis aficiones era encontrar una pastelería que llegara a la altura de nuestra querida Jorva.  Esta era para mí una seña de identidad, un orgullo que defendía a capa y espada contra mis amigos sevillanos, ellos presumían de los pasteles de La Campana, de Ochoa, del Horno de San Buenaventura, la solución era muy fácil les traía media docena de pasteles de Jorva y la conversión era instantánea; ellos luego era los forofos de nuestra Confitería. Por aquella época la visitas turísticas a nuestra ciudad debían estar acompañas de la ración de gambas y coquinas, el plato del buen jamón de Jabujo y por supuesto de unas milhojas o chamacos de la mejor pastelería de la ciudad.

            Hubo un año en que tome una decisión vital, trascendental en mi vida: Tal era el placer que me causaban los pasteles de Jorva, que quise convertir en acontecimiento cada degustación de los mismos. Se acabaron por tanto las visitas casi diarias, las medias docenas los fines de semana, eso se estaba trivializando, demasiado disfrute, me dije. Entonces, creo que con tino, decidí que sólo tres veces al año iba a sentir ese tremendo manjar. Marque en el calendario dichas fechas, Nochebuena, Nochevieja y el día de mi cumpleaños Puedo decir que tal decisión fue un éxito absoluto, no porque dejara de consumir esos pasteles lo cual era una pequeña desgracia, sino porque en cierto modo pude santificar esos momentos esplendorosos. Así puedo decir con una rotundidad que no admite dudas que cuando llegaba el día 24 de diciembre y probaba el Romano de Jorva (para mí lo más parecido  a un milagro en el arte culinario) me sentía un ser privilegiado, lo degustaba con la sensación de lo efímero, de lo que se agota, de lo único. 

            Mis amigos sabían mi devoción por Jorva, yo los intentaba hacer participes de ella, muchos de ellos me lo reconocían, pero había alguno que lo discutía. Por aquella época (estamos hablando de los noventa) siempre en Navidades, organizábamos las famosas fiestas de fin año. En ellas era casi el único que me empeñaba en que hubiese como acompañamiento a tantos litros alcohol unas bandejas de pasteles y de saladitos. Las discusiones eran casi bizantinas, la pastelería Dioni empujaba con gran fuerza, ya creo que se había establecido en la calle Concepción, haciendo competencia a una confitería que por desgracia iba cayendo por mor de una mala gestión comercial y una cierta antipatía de los últimos eslabones de las generaciones de propietarios. Mi lucha estaba perdida, pero al final siempre conseguía que al menos trajeran algunas bandejas. Lo curioso es que a los organizadores siempre les llegaron alabanzas de esos pasteles, que por supuesto desaparecían nada más ofrecerse, lo cual interiormente me llenaba de orgullo, porque en el fondo les hacía saber la superioridad aplastante de estos sobre los de Dioni.

            Jorva desapareció sin que nadie pusiera mucho empeño en que continuara, desidia, falta de compromiso, algún expediente de ruina… Huelva dejó que unos sus símbolos culinarios se diluyera. Pero pese a la tristeza absoluta que nos dejó a los que éramos sus clientes, el tiempo ha ido ayudando a esta institución. Evidentemente no volveremos a paladear ese petisú de crema o esas deliciosas milhojas, pero su recuerdo es tan fuerte, es tan poderoso que su mítica ha ido aumentando de una manera absoluta, intensa, definitiva con el paso del tiempo.

            De vez en cuando alguien me comenta que ha podido probar un pastelito de la antigua confitería, que alguna institución oficial tiene la fórmula secreta de la crema pastelera, que en una fiesta privada han convencido al viejo propietario para que se ponga manos a la obra (cosa que dudo). No sé si son ilusiones o un vano intento de recuperar un paraíso perdido, pero puedo asegurarles que desde que cerró este local de la calle Palacio, por más que he buscado, ningún pastelito que yo haya degustado ha llegado ni a la mitad de la altura de esa cumbre del buen gusto. 

            Decía Woody Allen en su película Manhattan algunas cosas por las que  merece la pena vivir, como el  genio neoyorkino es un cultureta de cuidado nos hablaba de Groucho Marx, algunas películas suecas, de La Educación Sentimental de Flaubert, de  las increíbles manzanas y peras de Cezzane, Frank Sinatra, Marlon Brando, el segundo movimiento de la sinfonía “Jupiter” y alguna más. Seguro que mis razones son más simples, más primarias, pero entre ellas siempre estará la textura y sabor de un “Romano” de Jorva proveniente de un lugar para mi llamado “Milagro”.



domingo, 12 de diciembre de 2010

LA HUELVA QUE PERDÍ (con dibujos de Currito Martínez)

       Recuerdo, no sé si con nostalgia, tristeza o simplemente con la melancolía que trae el paso de los años, aquellas tardes en el Parque de los Monos, con su estanque de los patos, las palomas, columpios,  toboganes, el Fuerte de madera, el laberinto y por supuesto su  Zoo. Allí, en sus pequeñas, sucias y destartaladas jaulas nos esperaba, el ciervo, los pavos reales, pájaros del mil colores y sobre todo la Mona Juana.
      Recuerdo cuando llegaban las Navidades, entre el bullicio y luces de sus calles, las largas colas en Baltasar para comprar los petardos (los verdes casi sin mecha de 1 peseta  eran, por su precio, nuestros preferidos), las bombitas de peste, los polvos pica-pica y demás artículos de broma que eran promesa  de tardes felices en las que toda la maldad del mundo se limitaba al uso de tales artilugios. Luego, en víspera de la Semana Santa, otra vez a Baltasar o a la Imprenta Pastoriza para hacernos el capirote de Semana Santa, que el del año pasado se estrujó en el fondo del armario.

 






Luego, si quedaba algo de dinero, 
visita obligada al Kiosco a comprar chucherías, tebeos,estampas y sobres de soldaditos.










      Recuerdo aquellas tardes del sábado entre futbolines, billares y máquinas de petaco (los de la Plaza de las Monjas, la Olimpiada, el Subterráneo, los de Felipe, Billares Gálvez…….). Cuando se nos acababa el dinero o no había ambiente de “el que pierde paga en los futbolines” nos sentábamos en la barandilla de” los pijas” a ver pasar a las niñas del Santo Ángel y de las Esclavas……… y así pasábamos las horas





Y los domingos al cine que echan la última Terence Hill y Bud Spencer.






       Y después, aun lo recuerdo,  entre cervezas, mistelas y medias limetas de blanco de Bonares creíamos ser ya adultos y tener el mundo en nuestras manos. El Kike, el Pechuguita, el Joseli, el Mateito, etc. 






Y por supuesto los 3 Hermanos, con Luchi y Pepe a tomar la tortilla, el lomito y (sobre todo) la mejor cerveza de Huelva.


 




Si había hambre y dinero íbamos al Savarín o al Poseidón.









Y si no se podía porque el dinero era poco, pues a la Lechería (a los pies de las escaleras que llevaban al Parque de la Esperanza)a tomar  litronas fresquitas que son más baratas.




      Intento recordar la Huelva que perdí y ya apenas alcanzo a ver las huellas de un recuerdo, los ecos del pasado.

“Vulnerant omnes, ultima necat” 

domingo, 21 de noviembre de 2010

LA HUELVA IGNOTA (3)

       Entre estas dos fotografías distan 640 kilómetros,  la primera es bien sabido que se encuentra en la Plaza del Sol de Madrid, pero exactamente ¿donde se ubica la segunda de ellas?





      Para los que no lo hayáis acertado: este mojón se encuentra en la avenida Alcalde Federico Molina, justo frente a Hipercor.


martes, 16 de noviembre de 2010

Los Cines de Ayer: El Palalcio del Cine (por Malpaso Domínguez)


 1976.-  EL PALACIO DEL CINE.- Tiburón (La morada del miedo)

La mer
au ciel d'été confond
ses blancs moutons
avec les anges si purs
la mer bergère d'azur infinie.
                                                                       Charles Trénet- "LaMer"
(El mar
en el cielo de verano se confunden
las nubes blancas
con los ángeles puros

el mar, pastor azul sin límite.)

  

Hoy sería poco recomendable llevar a un niño de once años a ver un  película donde un escualo de casi diez metros se llevaba casi toda el metraje desmembrando miembros  de los bañistas de una concurrida comunidad playera, pero en los setentas no había quizás tantos miramientos con la infancia, ni tanta pedagogía de manual. 

Lo cierto es que mis padres, inconscientes ellos, me llevaron a ver una película americana de título tan breve como aterrador  Tiburón.  Este acontecimiento   fue unos de mis primeros recuerdos de ir al cine comercial, al cine de estreno. Con esa edad la impresión que  causó, este Tiburón blanco de dimensiones gigantesca y voracidad atroz, en mi  fue absoluta. 

Sigo  aún sin  comprender  cómo mis padres me llevaron al Palacio del Cine, un lustroso y coqueto local en la calle Bejar  a ver esta película, pudo ser un acto poco reflexivo, un acto que huía de cualquier manual educacional  pero sea como fuera se los agradezco. Con Tiburón,  empecé a amar el cine. 



El Palacio de Cine era un local de estreno, céntrico,  donde echaban películas de primera clase. No era un cine grande y sus sillas eran algo incomodas, lo cual evitaba que  cuando te metías en algún bodrio no cayeras en los brazos de Morfeo con la facilidad con la que esto podía ocurrir por ejemplo en El Emperador.

Lo explotaba la empresa de Sánchez Ramade que también había  tenido El Terraza Palacio, un cine  de verano en la calle Plus Ultra, donde ahora se asienta las dependencias municipales y anteriormente los Almacenes Arcos, que yo no llegué a conocer. 

Allí también vi con mis padres Rocky, la primera, la buena, pero si tengo que elegir entre las andanzas del monolítico y pétreo Stallone en su lucha por el título mundial de los pesados contra el poderoso Apollo Creed, y la de ese atroz pez que te atrapa de miedo y pavor durante toda la película, la elección es clara.  

Jaws, título original, de la  película lo tenía todo, el inagotable atractivo del mar, el peligro acechante que se oculta bajo  la inmensidad azul del océano, seres enormes y peligrosos. Tiburón nos lleva al mundo de la aventura, nos acerca a Moby Dick, sobre todo  en ese personaje, interpretado con una fuerza inusual por el inolvidable Robert Shaw, un cazatiburones, intransigente y encallecido que parece solo tiene un objetivo en su vida, cazar al “gran tiburón”. 

La película nos intriga, nos deja con la boca abierta durante su metraje, en una gesta épica, protagonizada por individuos comunes y corrientes, con un final donde nuestro personaje favorito muere, porque quizás solo para los verdaderos héroes no hay salvación.

Cuando salí del cine todavía embobado por esas dos horas de miedo insuperable, me acerca con reverencia al cartel y me fijé en su director un tal Steven Spielberg, y decidí en ese momento que este no iba a ser un cualquiera en mi vida.

El Palacio de Cine, ilustre nombre para un local más bien modesto y algo incomodo, fue un cine de entidad en nuestra ciudad.  Cuando finalmente  desapareció, su destino fue particularmente triste. Si el final  de un cine para convertirse en un bingo, tienda de grandes almacenes, supermercado es cuando menos algo deprimente, este local donde tantas aventuras se vivieron, donde tantos sueños se convirtieron en imágenes es ahora una apagada oficina de  atención a los usuarios de la Seguridad Social. Los sueños se volvieron burócratas.